Comer también es una experiencia visual. Antes de probar un alimento, el cerebro ya ha formado una idea sobre su sabor y su atractivo. Esa impresión está guiada, en gran parte, por el color. Investigaciones como la de Laura Rasines Elena (2019), publicada en la Revista Española de Nutrición Comunitaria, explican que los tonos que rodean la comida —ya sea en los envases, los platos o el espacio— pueden modificar la forma en que se percibe el gusto, la textura o la cantidad que se desea consumir.
El estudio detalla que la respuesta a los colores no es solo visual. El cerebro asocia ciertos tonos con experiencias previas, lo que puede activar sensaciones de placer, hambre o saciedad. Por ejemplo, un alimento en un plato blanco puede parecer más ligero, mientras que los colores oscuros o intensos tienden a resaltar la forma y la porción. Estas percepciones, aunque sutiles, terminan influyendo en la decisión de comer más o menos.

Colores que estimulan el hambre
De acuerdo con una investigación de la Universidad de Málaga, los tonos rojo, naranja y amarillo están directamente relacionados con el aumento del apetito. El rojo llama la atención y produce una reacción fisiológica que incrementa la energía y la disposición a comer. El informe describe que, al percibir este color, el cuerpo responde con una ligera aceleración del ritmo cardíaco, lo que activa la sensación de hambre.
El naranja tiene un efecto complementario. Se vincula con la sociabilidad y puede generar ambientes que favorecen la conversación y el disfrute de los alimentos. Según el estudio, este color estimula los sentidos y motiva a permanecer más tiempo en el espacio de consumo.
El amarillo, por su parte, está asociado con la rapidez y la energía visual. Su presencia puede impulsar a comer más rápido o a responder con mayor apetito frente a los alimentos. La combinación de estos tres colores en un entorno o en un plato puede potenciar la atracción hacia la comida y aumentar la percepción de sabor.
Tonos que reducen el apetito
El mismo análisis señala que el azul tiene el efecto opuesto. Este color disminuye el deseo de comer al ser poco frecuente en la naturaleza alimentaria. La escasa presencia de tonos azules en frutas o vegetales hace que el cerebro los relacione con algo ajeno o menos apetecible. Por esta razón, no suele emplearse en espacios dedicados a la alimentación.
El verde no estimula el hambre directamente, pero transmite una sensación vinculada con la alimentación saludable y la frescura. Cuando predomina en el entorno o en la presentación de los alimentos, puede influir en la elección de platos percibidos como más naturales o equilibrados.

Según un artículo de Food & Wine en Español (2024), los tonos cálidos invitan a comer, mientras que los fríos generan contención. La publicación menciona que el amarillo es “el color que abre el apetito por excelencia” y que otros tonos, como el marrón y el blanco, también influyen: el primero se asocia con productos indulgentes y el segundo con sensaciones de pureza o saciedad.
En conjunto, estos hallazgos muestran que el color no solo da identidad a un plato o a un espacio, sino que también actúa sobre el comportamiento alimentario. Desde la elección del lugar hasta la velocidad al comer, el entorno cromático puede determinar gran parte de la experiencia.
